El hombre del techo

Daniel Cabo
6 min readDec 15, 2020

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Había pasado una hora desde que la pesadilla hizo que me despertara y el cuarto cigarrillo no parecía que fuese a lograr nada que no hubiesen conseguido los tres anteriores. Estaba sentada encima de la mesa de mi habitación, apoyada en la pared y con la ventana abierta a mi lado. La noche reposaba tranquila y la luna iluminaba todo el barrio, como un guardián satisfecho por su custodia. El silencio se interrumpió por el lejano ladrido de un perro, resignado por su condición de prisionero. Le di otra calada al cigarrillo y hundí la cabeza entre mis piernas antes de soltar todo el humo.

Lo recuerdo como si fuese ayer. No parece haber pasado el tiempo desde la primera vez que me ocurrió.

Fue en la fiesta de Nochevieja de hace dos años. Recuerdo que estaba nevando y que Rosa me ayudó a quitarme el abrigo cuando entré en su piso. Qué frío hace, me dijo mientras yo me sacudía los pequeños copos de nieve atrapados en mi pelo. No me había dado tiempo a echar un vistazo por la habitación en busca de improbables caras conocidas cuando Rosa, siempre tan considerada, ya me estaba preguntando qué quería de beber, si mis padres estaban bien, si necesitaba algo. Las personas invasivas me solían molestar pero con ella tenía la deuda de haberme invitado a una fiesta en la que era poco menos que una extraña. Le dije que no quería beber nada, que había cenado mucho y no me apetecía, y ella me miró con los ojos de aquel que da por cumplida su tarea. Se alejó riendo por el comentario que había hecho un chico rubio al fondo del salón, rodeado por figuras que sólo llegué a diferenciar por las diademas con cuernos de reno que llevaban, y yo que me quedé sola, deseando que llegase el milagro del descubrimiento de alguien familiar en aquel piso madrileño abarrotado por cinco o seis grupos de personas.

Qué hago aquí, me preguntaba mientras miraba nevar por una de las ventanas e intentaba identificar la silueta de mi habitación en el edificio de en frente, iluminado por los artilugios navideños que lo asediaban. Qué hago aquí, qué hago aquí, si no conozco a nadie, si no me apetece conocer a nadie, si acostarse pronto la noche de año nuevo tampoco es mala idea. La invitación de Rosa me pilló por sorpresa aunque, tenía que reconocerlo, también me había sentado bien; era una de las pocas personas que conocía en el barrio y pese a que no diría que fuésemos amigas, claramente había subestimado nuestra relación cuando ella no había encontrado problema en proponerme con escasa antelación que me pasase por su piso. Va a venir mucha gente, te lo pasarás genial, me escribió. Tenía grabado ese whatsapp en la cabeza, como el epitafio en la tumba de una decisión precipitada. Qué hago aquí.

Fue ese el momento en el que lo vi. Me giré para descubrir sus ojos escudriñándome cuidadosamente. Era un hombre de rostro pálido, rasgos afilados y complexión fuerte, o esa fue la sensación que me dio desde mi perspectiva: allí estaba él, con los pies descansando sobre el techo del salón, totalmente erguido en una dirección que retaba al funcionamiento habitual de la gravedad. No solo su semblante se mostraba impasible, sino que su ropa parecía ignorar la posición de su cuerpo; viéndole allí parado se habría podido pensar que estar bocabajo es, en realidad, el estado normal de las cosas.

Mi primera reacción fue de absoluto terror. Miré a las demás personas que reían, bebían y se divertían a mi alrededor, esperando una reacción similar o la explicación de por qué había una persona colgando del techo, pero nadie parecía reparar en su presencia. Tiene que ser una broma, pensé, tiene que ser alguna clase de broma. El hombre no parpadeaba, solo me miraba como si fuese invisible y al mismo tiempo no hubiera otra cosa en el mundo que le causase mayor fascinación que mi presencia en aquel lugar. Nos separaban apenas unos metros, acortados por el terror y agigantados por la fascinación de lo imposible, aunque de alguna manera el espacio se volvió relativo: dos pasos en su dirección no me habrían acercado a él.

Oye, perdona. La voz de una chica me sacudió y me di la vuelta, sobresaltada. Perdona, no quería asustarte, me dijo ella; era una de las personas que había visto antes con las diademas de reno. ¿No conoces a nadie aquí? Intenté articular una respuesta que no salió de mi boca. Eres amiga de Rosa, ¿no? Afirmé con la cabeza. ¿Quieres beber algo, te acerco cualquier cosa?, me preguntó mientras yo me giraba para descubrir que ya no había ningún hombre anclado en una postura imposible, ni donde antes se encontraba ni en ningún otro lugar. No, gracias, respondí intentando recomponerme. Se me pasó por la cabeza preguntarle sobre lo que acababa de ocurrir, pero la chica ya se estaba presentando como Lucía y la conversación empezó a fluir por otras corrientes más placenteras, salpicadas de todo y de nada. Las palabras fluían y yo me giraba de vez en cuando, temiendo que en cualquier momento se volviese a manifestar el hombre del techo. Lucía me preguntaba de qué conocía a Rosa, qué había estudiado, si había cenado con mis padres, si de verdad no me estaba aburriendo; parecía una persona muy simpática, con una de esas sonrisas que ralentizan el compás de las conversaciones. Yo me he pasado las vacaciones escuchando a Bad Bunny y leyendo Los detectives salvajes, ¿has leído Los detectives salvajes?, me preguntó, a lo que contesté que no, que últimamente me costaba mucho concentrarme. Tengo épocas en las que también me cuesta un poco, dijo ella; a veces creo que me interesa más la literatura como idea que el propio hecho de leer, pero el libro está guay, en serio.

Muchas cosas pasaron desde aquella noche: empecé a salir con Lucía, aunque lo dejamos a los nueve meses; me leí Los detectives salvajes y me puso muy triste porque me recordaba a ella; Rosa me volvió a invitar a la fiesta del año siguiente, aunque terminé declinando la oferta; y desde aquella noche comencé a ver al hombre del techo cada pocos días. Fui a psicólogos, me hice toda clase de pruebas, lo hablé con gente que no me creyó, con gente que sí lo hizo pero no supo cómo ayudarme, con otra que se rio, y con la mayoría ya no lo hablo. Intenté grabarle, y el resultado siempre fue el mismo: un vídeo que me mostraba aquellos lugares sin pruebas de que lo que veía era cierto. Pero lo era. Cómo si no explicar las veces que me lo encuentro colgado del techo del metro, o en el baño de una discoteca. En el pasillo de la academia de inglés, en el segundo piso del gimnasio, en el trastero de la casa de mis abuelos. Lo peor es cuando aparece, con su mirada impasible y su ropa planchada, en mi habitación; y me mira, sin decir nada, sin contestar cuando le hablo, inmutable cuando me acerco –o cuando intento acercarme–, hasta que simplemente desaparece.

El ladrido del perro me devolvió al presente. Terminé el cigarrillo, cerré la ventana y volví a meterme entre las sábanas. Los sueños se han vuelto un lugar hostil desde entonces, una amalgama de miedos que resuenan, como aquellos ladridos, mucho después de haberme despertado. Me tumbé de lado y me tapé hasta la cabeza; no quiero saber si ha vuelto a visitarme, si su mundo al revés está a punto de colisionar de nuevo con mi vida. Cerré los ojos e intenté volver a dormir mientras la luna vigilante escondía las llaves de su prisión.

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